“Eran vacaciones, y me acuerdo que mis hijas y yo nos levantamos tarde y apenas estaba viendo qué iba a darles yo de desayunar y de repente sentimos como si se chupara la tierra, y luego el estruendo. Afortunadamente no habíamos salido ni mi hermana mayor ni yo a la tienda, sino nos hubiera tocado ahí”, recuerda. “En Boulevard y Río Bravo es en donde llegó la explosión”, agrega, haciendo referencia a una de las 10 explosiones que despertaron a la ciudad.

Víctimas del 22 de abril entre el abandono y la espera

María Elizabeth Gloria Romero vivía en la esquina de Gante y 20 de Noviembre. El 22 de abril de 1992 estaba en casa con su hermana menor cuando escucharon un ruido extraño y una luz intensa iluminó la habitación, le pidió a su hermana que se volteara y, en cuestión de segundos, todo voló en pedazos.

Ambas quedaron inconscientes. Cuando María despertó, estaba atrapada bajo los escombros. Solo su cabeza sobresalía.

«Quedé hincada y tenía un pedazo de banqueta a un lado. Cuando me moví sentí la defensa de un coche atrás», recuerda. No quiso ver sus piernas, sabía que estaban heridas, pero su única preocupación era su hermana, que tenía la cara cortada. «Yo no sentía dolor en ese momento, solo quería curarla».

Los gritos en la calle advertían sobre una posible segunda explosión. Su hermano, que trabajaba cerca, llegó y cargó a la hermana menor. Fue entonces cuando ella se desvaneció. Las llevaron a la Cruz Roja, donde empezó lo que María llama «el martirio».

No caminó durante más de dos años, tuvo fracturas en la columna, la cadera y lesiones severas en las piernas.

«En mi pierna izquierda no tengo nada de carnita y mis nervios no funcionan por tan apretada que estuve», explica.

Durante años recibió atención médica cubierta por el Gobierno, le prometieron que sería de por vida, pero en 2021 fue retirada de los padrones de atención sin explicación. Desde entonces, no recibe medicamentos ni atención hospitalaria gratuita.

«Yo nunca pude trabajar», dice. Las secuelas no le permiten estar de pie mucho tiempo ni cargar peso. Tampoco recibe pensión, y aunque su hermana cuenta con una tarjeta del FIASS, no ha podido hacerla válida. María compra sus medicamentos por su cuenta cuando puede y, cuando el dolor es fuerte, toma pastillas adicionales.

José Ignacio González también recuerda esa mañana. Estaba con su madre, una mujer mayor, cuando se dio cuenta de que algo no estaba bien. Regresaba de trabajar el turno nocturno en el IMSS y vio que las calles estaban cerradas por policías, decían que hacían mantenimiento a las alcantarillas. Un vecino le recomendó irse. «Tenía el presentimiento de que algo iba a pasar», nos comparte.

Fue a casa para recoger algunas cosas y a su mamá, entonces explotó.

«El lugar parecía una guerra. Todas las casas estaban destrozadas y se oían gritos». Su madre sufrió fracturas en piernas y cadera, estuvo cuatro años en silla de ruedas, hasta que falleció por las secuelas del accidente.

A él, la explosión no le dejó heridas físicas graves, pero sí un largo camino de lucha; pasaron dos años antes de que su madre recibiera atención médica y medicamentos por parte del gobierno. José tuvo que insistir, junto con otros vecinos, para ser incluido en los listados oficiales. «Fueron largas jornadas de trabajo, esfuerzos, luchas, gritos, pleitos, hasta empujones y humillaciones, hasta nos corrían de los lugares», recuerda el señor Gonzáles.

Con el tiempo, logró una pequeña pensión y algo de medicamento, pero no fue suficiente. Hoy en día, José sigue sin conseguir que le autoricen un aparato para medir su presión. Lo ha solicitado desde el sexenio pasado, sin respuesta. «Es una historia muy fuerte y de mucho contar para que, a los años, nos dieran una pequeña ayuda… y a cuentagotas».

La atención prometida no ha sido constante ni justa, lo que más les duele, además de las secuelas físicas, es el abandono institucional. Hoy, a 33 años, siguen esperando que alguien les diga que su lucha no fue en vano.


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